En el vasto océano digital donde las olas del contenido nunca cesan, YouTube ha sido durante años una especie de archivo audiovisual colectivo, una enciclopedia en movimiento escrita por millones de voces. Lo que pocos sabían —y aún menos entendían del todo— es que Google ha estado usando ese tesoro para otro propósito: entrenar a sus modelos de inteligencia artificial más avanzados. Gemini y Veo 3, por ejemplo, beben de ese mar de videos como alquimistas modernos en busca del oro sintético de la comprensión audiovisual.
Aquí se revela una antítesis potente: mientras millones de usuarios suben videos por creatividad, expresión o divulgación, la plataforma los absorbe en silencio para forjar inteligencias que imitan, compilan y —en ocasiones— reemplazan. Esta dinámica, que podría parecer un pacto tácito, carece del consentimiento informado que convierte a un creador en cómplice en vez de víctima. Si bien Google afirma que solo una porción del contenido se usa y que existen acuerdos con ciertos medios y figuras públicas, la mayoría de los creadores no ha sido notificada. Y lo que es peor, no pueden excluir sus videos del proceso.
El uso de este contenido se mueve en una zona gris legal y ética. Por un lado, los términos de servicio de YouTube permiten a la empresa utilizar el material para mejorar productos. Por otro, esa cláusula se diluye en una narrativa donde el usuario medio jamás imaginaría que sus tutoriales, canciones caseras o monólogos frente a la cámara alimentarían el sistema que podría, eventualmente, emularlo. Así, el entrenamiento de la IA se convierte en una especie de cantera invisible, donde los bloques de mármol son videos personales moldeados sin que su autor lo sepa.
El caso del modelo Veo 3 es especialmente revelador. Capaz de generar clips de video con sonido y hasta voces humanas simuladas, se presenta como una maravilla técnica. Pero cada palabra que reproduce, cada movimiento que imita, lleva tras de sí miles de horas de video humano. Una creación artificial construida sobre las emociones, errores y creatividad de personas reales que jamás imaginaron que se convertirían en materia prima de una mente sintética. Es como si, sin saberlo, millones prestaran su alma digital para fabricar un actor que no envejece, no cobra y no duerme.
Entre las curiosidades más desconcertantes que han salido a la luz está el hallazgo de que no solo Google ha recurrido a estos contenidos. También empresas como Apple, Nvidia, Anthropic y Salesforce habrían accedido a grandes cantidades de transcripciones de videos de YouTube —más de 170,000 en algunos conjuntos de datos— sin que existiera consentimiento claro. Un archivo público convertido en cantera privada, un jardín colectivo trasplantado a laboratorios donde florecen inteligencias que no conocen al jardinero.









