Hay decisiones que, sin alterar el curso de los acontecimientos, modifican su sentido. Claudia Sheinbaum anunció que no asistirá a la inauguración del Mundial 2026 en el Estadio Banorte, aun cuando la ceremonia marcará un momento histórico para el país. A la hora señalada, el 11 de junio al mediodía, la presidenta eligió otro escenario: el Zócalo capitalino, ese espacio donde la historia mexicana suele dialogar de frente con su gente.
La explicación no apeló a la agenda ni al protocolo, sino a una idea que atraviesa su discurso político: la cercanía. Permanecer en la plaza pública, compartir el inicio del torneo con la población y no desde un asiento reservado, fue presentado como un acto deliberado, coherente con su visión de gobierno. El Mundial, pareció decir, no es un privilegio para pocos, sino una celebración que pertenece a millones.
En un gesto cargado de simbolismo, Sheinbaum anunció que su boleto será entregado a alguien que difícilmente tendría acceso a un evento de tal magnitud. No se trata solo de ceder un lugar físico, sino de desplazar el foco: del poder hacia la ciudadanía anónima, de la exclusividad al reconocimiento de quienes suelen mirar estos espectáculos desde lejos.
La presidenta también abrió la puerta a que el Zócalo se convierta ese día en un punto de encuentro internacional. Si arriban representantes de otros países, dijo, podrían organizarse actividades públicas que permitan compartir el inicio del torneo en un ambiente abierto, festivo y colectivo, reafirmando la vocación del espacio como ágora contemporánea.
Más allá del fútbol, Sheinbaum subrayó que el Mundial 2026, organizado de manera conjunta por México, Estados Unidos y Canadá, ofrece un contexto propicio para revisar y fortalecer las relaciones comerciales del T-MEC. En esa lectura, el deporte aparece como un terreno fértil para el diálogo y la cooperación, recordando que, a veces, una pelota en movimiento puede abrir conversaciones que los despachos no logran iniciar.








