La sede del G20 en 2025 marca un parteaguas histórico: por primera vez, un país africano —Johannesburgo, en Sudáfrica— acoge la cumbre de las veinte principales economías del mundo. Bajo el lema “Solidaridad, Igualdad, Sostenibilidad”, Sudáfrica asume la presidencia rotatoria del foro con la ambición de colocar al Sur global en el centro de la conversación internacional.
Desde el inicio aparece una antítesis poderosa: durante años el G20 fue un club de grandes potencias reunidas siempre en Europa, Norteamérica o Asia, mientras África observaba desde la distancia. Hoy ese papel cambia. La periferia geográfica se transforma en escenario central, un gesto simbólico que busca reacomodar el equilibrio mundial.
Sudáfrica intenta aprovechar ese momento para impulsar temas históricamente relegados: nuevas reglas de financiamiento para el desarrollo, alivio de deuda para los países más vulnerables, transición energética justa, y mayor industrialización local de minerales críticos. Hay una ironía fina detrás: un foro dominado por las economías más ricas discutiendo —por fin— los problemas de quienes rara vez han tenido asiento en la mesa grande.
El contexto diplomático, sin embargo, no está libre de tensiones. Algunas ausencias de líderes claves matizan el brillo de la cumbre y evidencian fracturas entre potencias. Aun así, Sudáfrica apuesta a proyectarse como referente continental y como mediador entre bloques que cada vez dialogan menos entre sí.
En el terreno local, la realidad sudafricana ofrece contrastes tan marcados como reveladores. Aunque es la nación más desarrollada de África, también figura entre las más desiguales del planeta. En Johannesburgo, rascacielos relucientes conviven con barrios golpeados por inundaciones recientes y servicios inestables. Ese contraste se vuelve un recordatorio visual del desafío central del G20: ¿cómo hablar de crecimiento cuando millones siguen en la orilla?
Para México y América Latina, esta cumbre representa una oportunidad que podría redefinir alianzas: un África más influyente abre la puerta a nuevas conexiones Sur-Sur, menos dependientes del eje tradicional Norte-Sur. La agenda de “igualdad” que impulsa Sudáfrica resuena con las demandas latinoamericanas por una mayor participación en decisiones globales.
Al final, lo que ocurra en Johannesburgo no será medido solo por discursos, sino por lo que logre sobrevivir a ellos. El desafío es convertir las promesas de esta histórica reunión en compromisos verificables, presupuestos reales y cambios tangibles. No basta con anunciar la transformación del orden global: hay que sostenerla cuando se apaguen los reflectores.
Datos curiosos: Sudáfrica, anfitrión del G20, es uno de los países con mayor diversidad cultural en el mundo, al grado de ser llamado “la nación del arcoíris”. Además, aunque alberga algunas de las infraestructuras financieras más avanzadas del continente, su sistema eléctrico ha enfrentado apagones recurrentes en los últimos años, un contraste que vuelve aún más simbólica la llegada del foro económico más influyente del planeta









