El 18 de junio de 1983, Sally Ride no solo abordó el transbordador Challenger, también ascendió directo a la historia. A los 32 años, se convirtió en la primera mujer estadounidense en viajar al espacio, abriendo un camino hasta entonces reservado exclusivamente a hombres. Con su traje espacial y mirada firme, Sally rompió no solo la atmósfera terrestre, sino también una de las barreras más simbólicas para las mujeres en la ciencia, la tecnología y la exploración.
Física de formación, tenista apasionada y con un doctorado en astrofísica, Ride fue seleccionada por la NASA en 1978, en la primera convocatoria que admitía mujeres. Su presencia en la misión STS-7 no fue decorativa ni simbólica: operó el brazo robótico de la nave, desplegó satélites y trabajó en experimentos de física a bordo. Todo ello, enfrentando preguntas absurdas por parte de la prensa como: “¿llorarás si algo sale mal?” o “¿cómo vas a peinarte en gravedad cero?”, preguntas que ella respondía con inteligencia y paciencia, consciente de que su papel excedía lo técnico: representaba el cambio.
Después de su retiro de la NASA, Sally Ride se volcó en la educación científica, especialmente para niñas. Fundó Sally Ride Science, una organización dedicada a inspirar vocaciones STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) desde la infancia. Sabía que la representación era clave: “No puedes ser lo que no puedes ver”, repetía.
Pero incluso décadas después de su hazaña, Sally Ride siguió haciendo historia. Al morir en 2012, su pareja de vida, Tam O’Shaughnessy, reveló al mundo su relación, convirtiéndola también en la primera astronauta LGBTQ+ reconocida públicamente. Con ello, Sally rompía otra barrera: la del silencio impuesto sobre la diversidad en la ciencia.
Sally Ride no fue solo una astronauta. Fue símbolo, pionera y arquitecta de un futuro más inclusivo. Su legado es orbitante: vive en cada niña que sueña con las estrellas, en cada científica que alza la voz, en cada joven que decide que sí, que su lugar también está allá arriba.









