Desde las cavernas hasta los lofts minimalistas de Tokio, la humanidad ha lidiado con un enemigo invisible pero poderoso: el desorden. No solo un revoltijo físico, sino el caos interno que arrastra una mente saturada. El método Marie Kondo, con su promesa casi mística de que solo aquello que “te hace feliz” merece quedarse, parece un truco moderno; sin embargo, si escarbamos un poco, descubrimos que ordenar es tan antiguo como la civilización misma, y que la clave no está en acumular más reglas, sino en aprender a soltar.
El orden, lejos de ser una mera cuestión estética, ha sido siempre un acto político, espiritual y psicológico. Las antiguas bibliotecas, por ejemplo, no solo organizaban libros: clasificaban saberes, poder y conocimiento, delimitando lo que debía preservarse y lo que podía olvidarse. La revolución Marie Kondo surge en ese linaje, pero con un giro que desafía la lógica tradicional: el objeto ya no es útil por sí mismo, sino por el sentimiento que evoca. Esto es una antítesis mordaz en un mundo que mide el valor por el precio o la utilidad tangible.
Para muchos, la acumulación es una armadura contra la incertidumbre, un símil perfecto con los castillos medievales: gruesos muros para protegerse de invasiones internas y externas. La propuesta de Kondo, en cambio, es derribar esas murallas, abrir las ventanas y dejar entrar el aire. Su método es un ejercicio de valentía emocional, un baile delicado entre nostalgia y renuncia, que invita a una limpieza profunda no solo del espacio físico, sino del alma.
Sin embargo, el secreto del método no reside solo en desechar, sino en transformar el acto de ordenar en un ritual consciente. Esta práctica, que combina la reflexión y la acción, no solo reduce el ruido visual, sino que revela la historia íntima de quien ordena: sus prioridades, miedos y esperanzas. Es un arte invisible, casi poético, que resuena con prácticas ancestrales de purificación, aunque envuelto en la modernidad de una influencer japonesa con millones de seguidores.
Un dato curioso: en Japón, el respeto por los objetos tiene raíces en el sintoísmo, donde hasta las cosas inanimadas poseen un espíritu. Este detalle otorga al método Kondo una dimensión casi sagrada, donde decir adiós a un objeto no es solo desprenderse de algo, sino agradecer por su servicio. Algo que, irónicamente, muchas veces olvidamos en la cultura occidental, donde el descarte es frío y rutinario.