En un aula de primaria, donde los lápices aún huelen a madera y las mochilas cargan más cuentos que certezas, hablar de historia puede parecer un lujo. ¿Para qué sirve aprender sobre civilizaciones que ya no existen, reyes que murieron hace siglos, o batallas cuyo polvo ya fue barrido por el tiempo? Sin embargo, ahí, justo entre los pupitres pequeños y los mapas arrugados, comienza una de las tareas más urgentes de nuestro presente: enseñar a recordar.
La historia, en esta etapa formativa, no se trata solo de fechas o nombres, sino de la capacidad de mirar atrás para entender el ahora. A través de relatos —porque eso es lo que son las clases bien contadas— se siembra en la infancia una conciencia crítica, una brújula ética y una visión más amplia del mundo. Es, por decirlo con ironía dulce, el primer antídoto contra el egocentrismo temporal de creer que todo comienza con uno.
Pensemos en la antítesis cotidiana de la educación sin historia: una niñez alimentada únicamente de tendencias, memes y algoritmos. En ese escenario, el pasado se vuelve un archivo corrupto y la identidad, un collage de referencias sin raíz. Pero cuando en primaria se cuentan historias del México prehispánico, de mujeres insurgentes o de la Revolución, se da a los niños algo más que información: se les da pertenencia.
Las aulas de historia también son espacios para desarrollar el pensamiento comparativo. Un niño que sabe que las leyes han cambiado con los siglos entenderá que los derechos son conquistas, no regalos. Uno que conoce las injusticias del pasado podrá distinguirlas cuando reaparecen disfrazadas de progreso. Y quien ha escuchado hablar de héroes y villanos sabrá que la línea que los separa rara vez es recta.
Hay un dato curioso que resalta el poder de la historia contada a tiempo: en varios estudios realizados en Finlandia, uno de los países con mejor educación del mundo, se concluyó que enseñar historia con relatos dramatizados y debates éticos no solo mejora el rendimiento académico, sino que potencia la empatía. Saber que hubo niños como uno en otras épocas —que vivieron guerras, que soñaban, que sufrían o se rebelaban— humaniza el conocimiento.