En un giro que parece sacado de la ciencia ficción —pero tan real como el café de la mañana— México se está transformando en el nuevo centro neurálgico de la infraestructura digital global. Los enormes recintos que albergan miles de servidores, esos que tradicionalmente se ocultaban en zonas industriales sin hacer mucho ruido, hoy asumen un papel clave en la relocalización tecnológica y el nearshoring. El país ya no solo fabrica autopartes o líneas de ensamblaje; ahora hospeda los cerebros digitales que mueven la nube, la inteligencia artificial y los flujos de datos transfronterizos.
Lo interesante es que este fenómeno va más allá de la manufactura tradicional: estamos hablando de estructuras de altísima complejidad, con centros de datos instalados en estados como Querétaro y Monterrey, que aprovechan la cercanía con Estados Unidos, los costos competitivos y una fuerza laboral cada vez más especializada. Según estimaciones recientes, el mercado mexicano de data centers alcanzará cerca de 9 mil millones de dólares hacia el año 2030.
Esta relocalización del valor manufacturero hacia el sector de tecnologías de información implica un cambio de paradigma: México pasa de ser “planta de producción” a “plataforma de procesamiento”. La lógica cambia de “fabricar autopartes” a “alojar servidores y analizar datos”. Y hay señales claras: grandes corporaciones globales están construyendo campus tecnológicos en territorio nacional, apostando por la estabilidad, la conectividad y el talento mexicano.
Claro que no todo es brillo digital. El auge de los data centers llega con retos importantes: la disponibilidad de energía y agua es un punto crítico, especialmente en regiones con tensión hídrica o intermitencia eléctrica. Se calcula que para 2030 el país podría alcanzar más de mil 500 megavatios de capacidad instalada en este rubro, lo que exige infraestructura robusta y planeación energética estratégica.
Un dato que refleja el nuevo rumbo: en los primeros cinco meses del año, Estados Unidos importó de México equipos de cómputo que representaron el 25.9 % del total de las compras de productos mexicanos. Esto no solo muestra la relevancia creciente del país en la cadena tecnológica, sino que confirma el salto de “ensamblaje” a “tecnología con valor agregado”. Antes México era el brazo; ahora empieza a ser también el cerebro.
Y lo más curioso es que, mientras el país se consolida como polo de data centers, se teje una nueva narrativa sobre la soberanía digital. Ya no se trata solo de almacenar información, sino de tener el control —o al menos la cercanía— de los flujos de datos que antes quedaban fuera del territorio. Aquello que parecía invisible, las salas frías y anónimas repletas de servidores, hoy tiene peso económico y geopolítico. Un corte eléctrico o una sequía en Querétaro, por ejemplo, podría afectar no solo a empresas locales, sino a toda una red global interconectada.
Desde la perspectiva pública y social, esta revolución tecnológica también redefine el papel de la innovación institucional. Establecer áreas de innovación digital dentro de los congresos, universidades o dependencias de gobierno no es solo una cuestión de modernización, sino una estrategia para integrar la nueva infraestructura tecnológica al desarrollo y la transparencia. Cada servidor que se instala y cada red que se actualiza forman parte del mismo mapa de transformación nacional.
Dato curioso: para 2030, la industria de data centers en México podría generar más de 20 000 empleos directos y más de 70 000 indirectos. En otras palabras, los silenciosos recintos donde zumban los ventiladores podrían convertirse en motores de empleo calificado, con técnicos, ingenieros y especialistas que mantendrán encendida la nube del futuro.









