Durante décadas, el trabajo de pie fue asumido como una condición inevitable, casi invisible, en fábricas, comercios y servicios. Esa normalidad silenciosa empezó a resquebrajarse cuando la legislación laboral decidió mirar hacia abajo, a las piernas cansadas y a las espaldas vencidas por jornadas interminables. Desde mediados de diciembre, la llamada Ley Silla dejó de ser promesa para convertirse en obligación vigente en los centros de trabajo del país.
La reforma establece que toda persona que desempeñe labores de pie debe contar con un asiento con respaldo que le permita alternar posturas sin interrumpir sus tareas. No se trata de una concesión menor, sino de un cambio cultural que reconoce que el descanso también forma parte del rendimiento y que el cuerpo no es una herramienta inagotable, sino un territorio que debe cuidarse.
En aquellos espacios donde la dinámica laboral impide colocar una silla en el puesto mismo, la ley traza otra ruta: áreas cercanas con asientos disponibles y pausas acordadas entre empleadores y trabajadores. El espíritu de la norma no es detener la actividad productiva, sino humanizarla, introducir pequeños respiros que, acumulados, previenen lesiones, fatiga crónica y desgaste físico.
El alcance de la reforma va más allá del mobiliario. Los reglamentos internos deberán actualizarse para reconocer los riesgos de la bipedestación prolongada, ordenar las pausas laborales y definir con claridad dónde y cómo pueden usarse los asientos. A partir del próximo año, la autoridad laboral incorporará estos criterios en sus inspecciones, no como castigo, sino como una forma de acompañar la transición hacia mejores prácticas.
La Ley Silla se inscribe así en una tradición histórica de conquistas discretas pero profundas, aquellas que no hacen ruido inmediato, pero transforman la vida cotidiana. Sentarse unos minutos durante la jornada no parece revolucionario, hasta que se entiende que ese gesto sencillo es, en realidad, una declaración de dignidad laboral.
