Vivimos en un tiempo donde todo parece ocurrir demasiado rápido. Las noticias, las conversaciones y hasta las emociones se consumen con la misma prisa con la que se desliza una pantalla.

En medio de ese ritmo vertiginoso, la empatía —esa capacidad de conectar con los sentimientos ajenos— parece volverse cada vez más rara, más difícil de practicar, pero también más necesaria que nunca. La empatía no consiste solo en “ponerse en el lugar del otro”. Es un ejercicio mucho más profundo: es escuchar sin interrumpir, observar sin juzgar, acompañar sin intentar corregir. Implica comprender la experiencia de alguien más desde su historia, sus heridas y sus contextos, y no desde los nuestros.

Es un acto de humildad emocional que nos recuerda que no todo gira en torno a lo que somos o creemos. Ser empáticos no significa estar de acuerdo con todo ni cargar el dolor ajeno como propio, sino reconocer que cada persona atraviesa su propio camino y merece comprensión.

En un mundo que nos enseña a competir, la empatía nos invita a colaborar; en una sociedad que premia la apariencia, nos anima a mirar más allá de lo visible; y frente a la indiferencia, nos propone un gesto tan simple como mirar al otro y decir: te veo, te escucho, te entiendo. Practicar la empatía no transforma de inmediato las injusticias ni borra los conflictos, pero sí cambia la forma en que los enfrentamos. Nos vuelve más conscientes, más presentes y, sobre todo, más humanos.

Porque cuando somos capaces de sentir con los demás, aprendemos también a reconciliarnos con nosotros mismos. En el fondo, la empatía es un recordatorio de nuestra interdependencia. Ninguno de nosotros camina solo, y solo cuando aprendemos a mirar con el corazón podemos construir relaciones y comunidades más sensibles, más compasivas y más verdaderas. La empatía, entonces, no es una debilidad: es una forma de fortaleza.

Es el lenguaje silencioso de la humanidad, ese que no necesita traducción porque todos, en algún momento, hemos necesitado que alguien lo hable con nosotros.