La noche continental se volvió frontera luminosa cuando una tormenta solar, tan antigua en su origen como joven en su fulgor, pintó el cielo con colores que rara vez cruzan el trópico. Una serie de eyecciones de masa coronal alcanzó la Tierra esta semana y provocó un estallido geomagnético inusualmente intenso. Su consecuencia más visible —y más poética— fue la aparición de auroras boreales en territorios donde casi nadie esperaba verlas: desde regiones del sur de Estados Unidos hasta ciudades mexicanas como la capital del país, Nuevo León y Baja California. Fue un fenómeno que trastocó certezas y abrió el cielo como si hubiera decidido recordarnos su vastedad.
El origen de este espectáculo radica en una tormenta geomagnética clasificada como severa, un episodio donde el viento solar acelera con furia y el campo magnético interplanetario adopta una orientación que facilita el intercambio de energía con nuestra propia magnetósfera. Esta vez, las partículas solares llegaron con suficiente intensidad para colorear latitudes habitualmente ajenas a esos bailes polares. Las instituciones científicas, entre ellas la UNAM y el Servicio Meteorológico Nacional, confirmaron que las condiciones ofrecían un escenario excepcional.
Más allá de la belleza que acaparó fotografías y miradas nocturnas, la fuerza del fenómeno dejó sentir su otra cara: la alerta sobre posibles afectaciones a redes eléctricas, sistemas de comunicación y satélites. Así como las auroras revelan el diálogo luminoso entre el Sol y la Tierra, también son el recordatorio de una relación frágil, donde una variación en el viento solar puede alterar infraestructuras levantadas con paciencia humana.
Quien vio el cielo teñido de verde, magenta o violeta presenció una postal que escapa a lo cotidiano. En México, donde el firmamento rara vez se presta a estos caprichos del Sol, el acontecimiento adquirió un matiz casi legendario. No se trató simplemente de un avistamiento afortunado; fue la manifestación visible de un proceso que nace en la superficie solar y atraviesa millones de kilómetros antes de encontrar, en nuestra atmósfera, un lienzo dispuesto a brillar.
Este episodio también renueva una fascinación antigua: la conciencia de que vivimos bajo un cielo vivo, cambiante, sensible a ritmos que trascienden calendarios y fronteras. Cada aurora vista en latitudes inesperadas abre nuevas preguntas sobre los ciclos solares y sobre nuestra propia vulnerabilidad tecnológica ante ellos.
Mientras la tormenta remite, la estela que deja no es solo científica, sino emocional. En una noche de noviembre, México miró hacia arriba y descubrió un fulgor que parecía ajeno, pero que siempre ha estado ahí, esperando las condiciones precisas para manifestarse. Una lección de humildad cósmica disfrazada de belleza efímera.









