En la Huasteca Potosina, los caminos se curvan entre montañas verdes y ríos que murmuran secretos antiguos. Allí, cada año, la tierra y el tiempo se detienen para un ritual que no tiene comparación: el Xantolo. No es una festividad; es un latido colectivo, un puente entre los vivos y los que ya se fueron, un recordatorio de que la muerte no separa, sino que une. Sus raíces se hunden en la memoria de los pueblos huastecos, que desde antes de la llegada de los españoles honraban a sus antepasados, comprendiendo la vida como un ciclo infinito donde cada ser permanece en la memoria de la comunidad. Cuando llegó el catolicismo, estas ceremonias no desaparecieron; se transformaron, se entrelazaron con nuevas formas y nombres, y así nació el Xantolo: un encuentro donde lo sagrado y lo humano, la risa y la lágrima, coexisten en un mismo espacio.
Vivir el Xantolo es entregarse a un universo sensorial que desborda los sentidos. Las calles se iluminan con velas y cempasúchil, los patios se llenan de altares decorados con calaveras de papel, frutas, dulces y ofrendas que cuentan historias de vida. Los sones huastecos se escuchan desde cada esquina, impulsando a niños y adultos a danzar con comparsas que parecen flotar entre la bruma del recuerdo. En los panteones, cada gesto —limpiar una tumba, encender una vela, dejar una flor— es un acto de amor que trasciende el tiempo, una declaración silenciosa de que los muertos siguen viviendo en el abrazo de quienes los recuerdan.
Y entonces, miras las fotografías de Arath Zumaya y sientes algo que va más allá de la vista: sientes el Xantolo en el cuerpo y en el corazón. Él no solo captura imágenes; captura almas. Cada máscara, cada vela encendida, cada movimiento de danza y cada sonrisa de niño en Tampomolón queda detenido en un instante que parece eterno. Al mirar sus fotos, percibes la emoción contenida en cada mirada, el pulso de la comunidad, la alegría y la reverencia que laten al mismo tiempo. Zumaya logra hacer tangible lo intangible: el espíritu del Xantolo que solo se experimenta estando allí. Sus fotografías son ventanas al pasado, al presente y a la memoria viva de una cultura que se niega a desaparecer.
El Xantolo no es solo un acto cultural; es un juramento de identidad. En un mundo que intenta homogeneizar todo, esta celebración reafirma la pertenencia, transmite valores y recuerda a cada generación que honrar a los antepasados es honrar la vida misma. Cada canción, cada altar, cada danza es un hilo que teje la historia de la Huasteca y de su gente, un recordatorio de que la muerte no es un final, sino un abrazo que se mantiene a través del tiempo.
Caminar por las calles de la Huasteca durante el Xantolo es sentir el corazón de una tierra que respira con sus muertos y con sus vivos. Es comprender que el amor y la memoria no tienen límites, que cada ofrenda, cada vela encendida, cada fotografía de Arath Zumaya, es un acto de eternidad. El Xantolo es poesía en movimiento, un canto que nos recuerda que vivir y recordar son la misma cosa, y que mientras haya alguien que cuente, baile y observe, el latido de la Huasteca nunca cesará.









