La inversión en el transporte público es una política esencial para mejorar la calidad de vida de las personas.

En el año 2023, un estudio del Instituto de Información Estadística y Geográfica del Estado de Jalisco (IIEG), reveló que la tasa de vehículos individuales por cada  habitante en México es de 0.47 (en SLP es de 0.48), lo cual implica que el 53 por ciento de los Mexicanos no poseen un Vehículo propio[1]. Esto implica que por necesidad, la movilidad de este porcentaje de trabajadoras y trabajadores mexicanos se realiza fundamentalmente en transporte público.

Ahora bien, la UNAM por medio de su Instituto de Geografía, en 2017 reportó que en nuestro país se hacían un promedio de 130 millones de viajes diarios en transporte público. Lo cual equivale a un 80 por ciento de tal movilidad[1]. En este orden de ideas, este 80 por ciento empleando la movilidad de transporte público, coincide con el 80 por ciento de los mexicanos que vivimos en zonas urbanas según un reporte de la Unión Internacional de Transporte Público publicado en 2024[2].

Lo interesante de las cifras no termina ahí, pues otro axioma interesante es que la proporción de personas que cuenta con vehículos privados es solo del 25 por ciento, pero este 25 % de los dueños poseen el 80 % de los vehículos ofertados en México, según señala el entonces director del Instituto de Geografía de la UNAM Manuel Suárez Lastra (2017), esta proporción no es fortuita, pues parte de otra correlación evidente: a menores ingresos, aumenta la posibilidad de emplear la movilidad pública en México.

Lo anterior tiene, sin dudas, fuertes implicaciones en la política pública de movilidad sustentable en México. Pues parte de dos fallas, una de mercado (que ocurre cuando el libre mercado no asigna los recursos de manera eficiente, y se refleja cuando la oferta y la demanda no produce la cantidad “correcta” de bienes y servicios al precio “correcto”) y otra de gobierno (que son las consecuencias negativas e imprevistas de las políticas gubernamentales). Ya que la infraestructura que se suele privilegiar es la orientada a los transportes privados, en detrimento de las redes de infraestructura de transportación pública, económica y masiva. Lo cual es a su vez alentada por la oferta de vehículos (cada vez menos asequibles) pero que sigue teniendo un gran atractivo, pues la compra de un vehículo es vista como una necesidad (ofertada previamente por el mercado, claro) y también como el gusto de demostrar un estatus social (es mejor poseer un vehículo a padecer horas en un transporte público ineficiente).

Ante lo anterior, el dilema de cualquier política de movilidad pública es claro. ¿Cómo sabemos cuando un sistema de transporte público es eficiente y de calidad? Y aunque la respuesta puede involucrar múltiples factores cualitativos y cuantitativos, podemos simplificarlo con la respuesta: cuando este genera un alto valor público. Es decir, cuando este es apreciado por todas las personas sin importar su estatus social, pues cuando se sabe que un transporte público es limpio, puntual y suficiente en términos de cobertura y oferta, hay mayor probabilidad de que lo usen todas las clases sociales.

Y aunque se podría argumentar y con cierta razón que este tipo de sistemas son onerosos para las arcas públicas, por su alto gasto público de operación y sostenimiento, estos desafíos técnicos no son óbice para proponer el objetivo público de construirlos en nuestros polos urbanos. La clave estriba pues en resolver el dilema político de la gestión de intereses en torno al transporte urbano, pues una múltiple red de actores tiene intereses en el mismo, desde los gremios estudiantiles y obreros hasta los modelos de concesionarios. Sin embargo, si estos se articulan en una política pública de planeación e inversión a largo plazo, y orientada a la generación de alto valor público, es posible, pues todos nos beneficiaríamos de tener un transporte público de calidad.

Ahora bien, si buscamos ejemplos sobre dónde se encuentran los mejores sistemas de TP del mundo que repliquen precisamente lo anterior, es decir, el alto valor público y calidad de los mismos, tendríamos que mirar hacia el continente asiático. Y hacia Europa. En esas latitudes, Hong-Kong en China, Singapur, Tokio en Japón y Seúl en Corea del Sur, por la parte asiática; y Zúrich en Suiza, Países Bajos, Londres en el Reino Unido, y París en Francia; son urbes masivas, algunas no muy lejanas de los números de habitantes de los centros urbanos latinoamericanos, cuyos sistemas masivos e integrados de TP generan los siguientes beneficios concretos:

  • Mejoran la movilidad y accesibilidad conectando de forma eficiente en tiempo diversos puntos nodales de las ciudades como centros residenciales, comerciales y de trabajo de servicios e industrial.
  • Combaten la congestión vehicular, pues de no contar con estos sistemas de TP esta sería muchísimo mayor.
  • Combaten la contaminación ambiental, es decir, son sustentables pues benefician a millones de personas con sistemas masivos de combustibles alternativos (como el hidrógeno) o de movilidad eléctrica.
  • Fomentan la equidad social, pues al ser accesibles permiten que los millones de usuarios tengan acceso a la movilidad a pesar de los bajos ingresos o la discapacidad, pues estos sistemas son plenamente accesibles para aquellos que padecen discapacidades.
  • Impulsan el desarrollo económico, pues estos sistemas han sido desde su diseño e implementación, una suerte de columna vertebral para el desarrollo industrial y comercial, pues una conectividad masiva y eficiente permite y estimula la inversión con crecimiento económico a medio y largo plazo. En Japón por ejemplo, el propio conglomerado empresarial ferroviario “Japan Railways” es 100 por ciento rentable pues se encarga de la gestión de las propiedades en renta de los centros comerciales adyacentes a las estaciones del metro y trenes, con lo cual los ingresos masivos de estos centros de altísima plusvalía pagan casi la totalidad de la operación de sus sistemas de Ferroviarios[1].
  • Aumentan la seguridad vial, al disminuir caudales de tráfico y reducir por ende costos materiales y humanos asociados a accidentes de tránsito.

En suma, asumir el problema público de la inversión de sistemas masivos de TP, o al menos, desde una perspectiva ajustada a nuestra ciudad y su zona metropolitana de SLP de cerca del millón de habitantes, el apuntar a su planificación y compromiso de inversión. Es apostar a concretar una política realmente revolucionaria, pues todos y en especial las y los trabajadores, nos beneficiamos de bienes públicos con alto valor asociado a los mismos. Pues mejorar al TP es mejorar la calidad de vida de las personas.

Es en conclusión, no solo pregonar la merar retórica de un discurso político,  pues no exentos de nuestro contexto material latinoamericano, SLP y urbes similares pueden hacer mucho por el apuntalamiento de estos sistemas de TP masivo (Como sistemas dedicados de metro-bus, tranvías eléctricos de media escala, y líneas base para trenes ligeros), y su inversión colectiva sin duda será pilar del crecimiento y desarrollo económico sustentable para los siguientes 50 años.

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de © Dog News 2024

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